jueves, 23 de febrero de 2012

CarnaVital

Ya estoy en el avión; he realizado mis rituales pre mortuorios, por si procediese abandonar el mundo en tan desperdiciada edad, he comido y estoy más o menos relajada. El despegue ha sido bueno, pese a los ruidos incómodos tipo radiador viejo del principio, entramos en velocidad crucero (me encanta decir esto) y dejamos atrás el paraíso, la cárcel, el hospital del edén, la jaula de oro, empujados suavemente por los alisios. No llevo en la cara la desagradable mueca del desánimo y la pesadumbre de tener que alejarme de mi madre que, diga lo que diga, no está tan bien, ni tan fuerte, ni tan capaz de todo aunque a veces lo parezca, pero sí que voy más incómoda que nunca porque no quepo en el asiento. Soy Alicia, hambrienta de retos, entrando por aquella puerta diminuta con Lana del Rey de fondo, y acomodándose durante unas horas, como puede, a ver qué encuentra después de aterrizar. Sí, he crecido al menos 5 metros aunque eso le haya supuesto a mi hermano la desagradable tarea de presenciar el estiramiento, a base de llorar al borde de la deshidratación, encerrados en el que había sido mi cuarto. Mi hermano, que tiene esa sensibilidad musical tan imposible de desembocar en el abrazo, me sana y me vigila como un genio que nunca ha cabido en una lámpara, por eso soy feliz en este viaje, porque alguien me esperaba para taparme y apagarme la luz.
Sé que llevo restos de purpurina en alguna parte, aunque este carnaval no se haya parecido a ninguno de los anteriores, por las bajas, los recortes económicos, el frio invernal jamás tan presente en Las Afortunadas y el agridulce preámbulo del regreso cuasi definitivo al hogar. Este carnaval no he sacado a pasear a las penas para luego engañarlas, a ritmo de batucada, rociarlas con licores autóctonos y quemarlas finalmente con la sardina. Este año he dejado que salieran a la luz tal y como venían; vía ocular, oral o rítmica y que se mezclaran con la gente, como magos negros que se alimentarían de las energías de otros cuerpos y dejarían el mío por un rato. Pero había por allí otros haciendo lo mismo, porque no está siendo una buena época para muchos y me he dado cuenta de que, alrededor, es una especie de pandemia. Rupturas, indecisiones, ruinas monetarias y emocionales que han hecho acto de presencia y que han terminado bailando juntas en el mismo sitio. Así que, definitivamente, esta vez Don Carnal se ha dado una rápida vuelta y ha huido despavorido con la esperanza de un reencuentro mejor avenido que éste.
Y yo, en lo más profundo, también lo espero... Que mis manos no están así sólo porque dos enfermeras con cuerpos de croquetas hechas por un manco me lo hayan dicho, que están así de la guerra y de los puñetazos a mi ego, mi espíritu y mi pluma, dados con el afán de hacerme encajar en unas costuras que no eran las mías, porque la talla 38 me aprieta el chocho, el hipotálamo y el más allá. Que veo agrietarse el suelo del parque Santa Catalina y brotar de él unas raíces, grandes, fuertes, que no gordas ni jaquetonas, y enredárseme en los pies, escalándome por los muslos, para prohibir que me marche porque esta tierra me ama, tanto como yo la amo a ella, aunque nos hayamos batido en duelo y en vuelo tantísimas veces. Que soy tan caprichosamente valiosa que puedo sentirme tan sola como el resto, aún estando protegida hasta por encantadores extraños que entran en mi vida a golpe de verdades universales, compartidas en verbenas de mala muerte. Que soy la niña de los ojos de alguien que ahora mismo no ve, pero que me siente y que le lloran hasta las venas cuando me marcho, aunque no se desprenda del escudo de hielo ni para abrazarme. Que tengo motivos para creerme ganadora de todos los asaltos, aunque haya habido golpes casi certeros, con puños de labios y asfalto.
Yo, en lo más profundo, espero entonar otros años el himno del carnaval sin la voz rota, salir airosa de esta venganza contra mí misma, servida en bandeja de plata fina, reina de un palacio precioso pero lejano y frio.