miércoles, 2 de mayo de 2012

Mi hermano me trae un café muy cargado con un sobre de endulzante que no sacarina, porque dicen que es cancerígena. La habitación huele entera a lo que hay dentro de la taza, que me espera reposando en la mesita de noche situada junto a mi cama. Él vuelve a mi cuarto para advertirme que se pasó calentando la leche, que aún no beba porque me abrasaré la lengua. El caso es que no puedo moverla, la lengua, me pesan hasta las palabras y no es una ironía. Por las mañanas soy un saco de basura de 1,75 incapaz de articular una frase sin parecer una politoxicómana superando el mono. No puedo moverme de la cama y no sé cuándo acabará esto, cuándo me adaptaré a recibir lo que le falta a mi cuerpo para funcionar con más o menos normalidad. Lo bueno es que tengo una excusa para descansar. Soy ese hijo soldado que se ha tirado en la guerra no sé cuántos años y se le permiten todas las licencias porque, pobrecito, ha sufrido mucho y necesita reposo. Pero quiero hacer cosas; tengo que hacer cosas. Me dicen que vaya despacio, que piense en mi, en que tengo que recuperarme y en que postponga todo lo demás pero, en serio, la sangre me hierve cuando veo pasar los días y no veo caer ningún fruto. Quizá sea real esa sensación de tener que empezar a cosechar hacia dentro.