miércoles, 2 de mayo de 2012

Tengo que obligarme a escribir. Tengo que obligarme a hacer las cosas que dicen que hago bien, como escribir o sonreir. No es muy apropiada la situación, claro que no. Mi ingenio sufre de disfunción eréctil gracias a 50 mg de tiroxina entre otras cosas. El ánimo es el de una caja de calamares congelados y el sueño es mucho. Ahora duermo en la habitación que da hacia el patio comunitario de estos edificios de los ochenta a los que llamaban las casas de las viudas, por tener tal estado civil la mayoría de las mujeres a las que les tocaban en sorteo. Se oye de todo. Hace un rato alguien rompía cristales de un puñetazo o de un lanzamiento de vaso, probablemente provocado por el estrés. Lloraba y gimoteaba como una nenaza, pero era un tío. Ahora mismo oigo que se recogen esos cristales, no creo que sea él mismo pero sería gracioso. Vivimos en una época de estrés contínuo, esto lo leí en alguna parte, y pocas cosas pasan para todo lo que está sacudiendo al mundo actualmente. Oir el llanto desesperado de alguien no me hace sentir mejor, porque yo tengo el mío propio; no sé dónde meterme, ni sé si meterme si quiera. No sé dónde quedarme, sentarme, estar, parecer, ser un rato y ser a medias y este estado catatónico me arrastra hacia días que no sé si tachar en el calendario. Vivo una vida que no es mía, todavía. Me siento tan triste y vacía que sólo podría ser un pedazo de carne. Siempre llegan tarde y este texto se está convirtiendo en mierda que no deberías leer.